El consumo de tabaco tiene antecedentes primitivos aunque no siempre fueron bajo las mismas convicciones


Hace muchos años, el humo de tabaco era aprovechado para otros fines: los pueblos prehispánicos de Mesoamérica utilizaban la hoja para las prácticas rituales y comportamientos religiosos, pues el humo aspirado adormecía el cuerpo de los nativos, lo que permitía realizar curaciones. A la llegada del europeo al Nuevo Mundo y cuando este dio cuenta de la existencia de tabaco en América, la hoja empezó a consumirse con mayor frecuencia; capitanes de barcos y flota acostumbraban a fumar en galeones durante su regreso a la Península Ibérica, de modo que proliferaron los llamados pipafumadores. Fumar tabaco en pipas o cachimbas constituyó una costumbre entre habitantes del Nuevo Mundo que provenían de territorios europeos.
Para el siglo XVII, el tabaco se convirtió en uno de los productos de mayor importancia para el consumo entre las sociedades, de tal modo que al finalizar el siglo XVIII, la rama empezó a ser manufacturada por fábricas que operaron en varias partes del mundo, lo que indujo a las naciones industrializadas especular con el tabaco para sacar el mayor provecho financiero. Surgió así el monopolio del tabaco.
En la segunda mitad del siglo XVIII, en Nueva España, el tabaco fue monopolizado en todas sus funciones administrativas. Su control comprendía el cultivo, la manufactura y la distribución de tabaco rama y labrado hacia todos los territorios del virreinato español. (Marichal, “Una difícil…”, 2001, p. 26). Se autorizaron permisos para sembrar la hoja a los cosecheros de las villas Xalapa, Orizaba y Veracruz; se construyeron seis fábricas que se distribuyeron en todo el territorio novohispano con la finalidad de abastecer de tabaco a todos los pueblos. Las factorías que funcionaron fueron la de México, Guadalajara, Querétaro, Puebla, Orizaba y Oaxaca. En términos financieros, el monopolio de tabaco representó uno de los bastiones de la Real Hacienda española, pues la venta de tabaco proporcionaba más del 30 por ciento del ingreso bruto del erario novohispano, es decir, que los ingresos del monopolio de la hoja era una fuente importante y redituable para la corona y para todos sus territorios (Corbett, “Soberanía…”, 1998, p. 193).
EL MONOPOLIO DE TABACO PARA LOS ESTADOS DE LA FEDERACIÓN
Pero durante la Guerra de Independencia, el monopolio de tabaco se debilitó debido a la quema de cosechas y el excesivo contrabando de la rama. También los ingresos por el estanco disminuyeron por la desarticulación de redes comerciales y la garrafal deuda que tuvo el gobierno virreinal con los cosecheros de la rama, a quienes no se les pagó durante la guerra (Serrano, “El humo en…”, 1998, p. 205).
En 1824 se promulgó una Ley Federal Fiscal que repartió las rentas hacendísticas nacionales entre el centro y las periferias y el monopolio de tabaco quedó dividido entre los estados y la Federación; el Gobierno nacional se quedó con los ingresos que generaba el monopolio de la producción, venta y distribución de tabaco en rama a hacia los estados. (Rodríguez, “Las políticas…”, 2002, p. 52). Además, al Gobierno nacional le tocó cobrar, entre otros, los impuestos al comercio exterior y un porcentaje monetario a los estados llamado contingente.
A las entidades se les otorgó derecho de recaudar los ingresos derivados de la venta de puros y cigarrillos elaborados en sus fábricas, así como de las alcabalas, contribuciones y diezmos, los impuestos sobre el pulque y pelas de gallos, impuestos sobre el oro y la plata. A partir de entonces el estanco desató una serie de conflictos entre las dos esferas de gobierno por el control que se pretendió ejercer sobre su función.
DISTRIBUCIÓN DE LA RAMA Y EL CONTRABANDO DE TABACO
Durante la primera república federal, la administración de la rama funcionaba del siguiente modo. El Gobierno nacional tenía el poder sobre el cultivo de la rama. Se autorizaron permisos a los estados para la construcción de fábricas para torcer la rama y vender cigarrillos manufacturados a los estanquillos de los mercados y plazas. Los estados autorizados por el gobierno de Guadalupe Victoria para sembrar la hoja fueron Veracruz, Yucatán, Chiapas y Tabasco. La Hacienda Pública federal compraba la planta a los cosecheros a un precio de tres reales la libra y la vendía a los gobiernos estatales a ocho reales la libra. Con el control de la siembra, el federal obtenía una ganancia de cinco reales, mientras los estados ganaban otro tanto al ofrecer el producto labrado a los particulares.
A pesar de la reglamentación para el monopolio, uno de los problemas que se presentó fue la tardanza de la Federación para pagar las matas a los cosecheros autorizados para cultivar tabaco. Por esta razón, los cultivadores preferían vender la hoja a contrabandistas, quienes llevaban un comercio activo y provechoso que beneficiaba a ambas partes. El comerciante compraba el producto (importado o nacional) y lo vendían a las entidades que el Gobierno federal no abastecía con tiempo. Además, los contrabandistas pagaban los tercios a los cosecheros en efectivo, y no en bonos, como solía costear la Federación. De hecho, la rama ilegal que ingresaba a los estados era más apreciada, incluso más oportuna, que la remitida por el nacional, por su bajo costo y su buena calidad. En ocasiones, los cultivadores de la rama ofrecían un tabaco de mayor atributo a los contrabandistas, mientras al Gobierno federal le vendían un producto de menor calidad, lo que también mermaba la demanda.
LA FACTORÍA DE TABACOS TAMAULIPECA
Lucas Fernández, gobernador de Tamaulipas, y José Feliciano Ortiz, ministro de la Hacienda, fundaron una fábrica de puros y cigarros elaborados con la rama que se compraba a la Federación. Los arrieros que venían desde la Ciudad de México acostumbraban a cubrir las cargas de tabaco con jonote para preservar su aroma y calidad. De hecho, testimonios de la época señalan que el jonote y sus derivados eran utilizados para adornar “manojos de tabaco con lazos, flores y figuras de la misma materia y distintos colores” (Alamán, Diccionario universal…Tomo II, 1856, p. 727). Es probable que el jonote también haya servido como adorno, para vender a las clases más acomodadas y a un estilo muy especial los cigarros, puros y la hoja.
La oficina operó entre 1826-1836 y estuvo ubicada a un costado de la Plaza de Armas de Ciudad Victoria (Plaza Hidalgo), a cargo del empresario y factor de tabacos Ramón de Cárdenas, un funcionario activo de la Hacienda Pública del estado de quien se tiene pocos datos (Toribio, Historia general.., 1986, p. 146). La fábrica fue la encargada de distribuir puros y cigarros hacia los municipios de Tamaulipas y administraba el recurso que de ello se generara. En la fábrica se conservaba la hoja, se manufacturaba y se distribuía hacia las villas. El Gobierno estatal procuró mantener un control sobre la venta en los estanquillos y fielatos municipales, los que fungían como los únicos responsables del recurso público generado mediante la venta de puros y cigarros.
Durante los primeros años de haber entrado en función, el personal de la factoría elaboraba cigarrillos de hoja de papel por cantidades reducidas. Además, era común la falta de cigarros de hoja de maíz que acostumbraban los fumadores de las villas del norte. Según fuentes de la época, el consumo diario de cigarros en el estado era de dos a diez cajones, pero los factores producían poco más de uno. Lo anterior dificultaba el abasto oportuno a los pueblos y villas del estado, quienes no esperaban a la llegada del tabaco y solían conseguirlo vía contrabando.
Aunque existían cernidores, manufactureros y selladores de tabaco labrado, el puro era fabricado con dificultad. Esto se debía a que en Tamaulipas no existía un artesano torcedor de puros; hubo ocasiones en que el artesano tenía que ser pedido al estado de San Luis Potosí, lo que entorpecía el abasto. El tabaco labrado era guardado en cajones de madera para su conservación, y se enviaban a los administradores de cada ayuntamiento, quienes los entregaban a particulares para su venta en los estanquillos y fielatos.
El contrabando de tabaco era una práctica común entre comerciantes y cosecheros de la rama. De hecho, a lo largo del silgo XIX el contrabandista era visto por los fronterizos como héroe que se oponía a las administraciones autoritarias mexicanas que impedían el libre comercio. En la imagen se ve a un grupo de contrabandistas atravesando el río Bravo; cada uno trae en su espalda un bulto de mercancía. Entre los matorrales se encuentran dos individuos con sombrero esperando su llegada, quizá para decomisarles el cargamento ( Herrera, Tamaulipas, Breve Historia, México, 2011).